Prólogo del libro
"Vida simple, corazón profundo"
Cierta noche, un curioso personaje sufí llamado Nasrudin, se encontraba a cuatro patas bajo una farola buscando afanosamente algo. Un conocido vino a pasar por allí y, extrañado de encontrarle en aquella guisa a esas horas de la noche, le preguntó qué le ocurría.
- He perdido la llave de mi casa y la estoy buscando, respondió Nasrudín.
Su amigo quiso ayudarle y se puso a buscar la llave junto a él. Al cabo de más de una hora de búsqueda sin resultado, el amigo le preguntó dónde la había perdido exactamente. Nasrudín le respondió distraído:
Su amigo quiso ayudarle y se puso a buscar la llave junto a él. Al cabo de más de una hora de búsqueda sin resultado, el amigo le preguntó dónde la había perdido exactamente. Nasrudín le respondió distraído:
- ¡Oh! La perdí en un callejón oscuro, a varias manzanas de aquí.
Su amigo, confundido, le dijo:
- Entonces ¿porqué la estás buscando aquí?
Su amigo, confundido, le dijo:
- Entonces ¿porqué la estás buscando aquí?
- ¡Porque aquí hay más luz! fue la respuesta de Nasrudín.
Nosotros somos como Nasrudín. Hemos perdido la llave que abre el reino de la felicidad, la que nos abre las puertas de nuestro hogar original. Y estamos empeñados en buscarla, no donde la hemos perdido, sino allí donde creemos que hay más luz. Todos los seres somos esencialmente idénticos y buscamos exactamente lo mismo: ser felices y vivir en paz con nosotros mismos y con los demás. Hagamos lo que hagamos, sea cual sea el sistema religioso, filosófico o político que sigamos, seamos conscientes de ello o no, la meta para todos nosotros es la misma: vivir en un estado de felicidad. Lo que todos estamos buscando es la llave que nos abra este reino de felicidad. Todos anhelamos vivir en un hogar feliz y armonioso en el que podamos, por fin, descansar de tanto dolor, de tanta lucha, conflicto y sufrimiento. En esto somos todos iguales porque este anhelo de felicidad es la fuerza esencial que mueve nuestra vida. Si perdemos la esperanza de acceder y de vivir en un estado de felicidad, nuestra vida pierde sencillamente su sentido y nos precipitamos en un abismo de depresión o de locura que, llevado a sus últimas consecuencias, termina por conducirnos a al nihilismo, a la destrucción y a la muerte.
Desde los albores de su historia, la Humanidad está buscando la llave de la felicidad. Toda la historia de la cultura humana en agricultura, arquitectura, ingeniería, arte, filosofía o religión es la historia de la búsqueda de la felicidad. Tenemos que reconocer que nuestros antepasados han hecho grandes esfuerzos en este sentido y que han obtenidos importantes logros en muchos aspectos de la vida humana. No obstante, hoy día, después de miles de años de búsqueda, si somos honestos con nosotros mismos, no podemos evitar la intuición de que tal vez hemos estado buscando en una dirección errónea, o al menos parcial. Por ejemplo, cometemos el error de identificar la felicidad con la renta per cápita o con el producto interior bruto, con la cantidad de bienes de consumo a los que podemos acceder, con la cantidad de dinero que poseemos para acceder a esos bienes de consumo, etc. Y aunque la historia nos ha demostrado y nos sigue demostrando una y mil veces que el montante de nuestra cuenta bancaria no es garantía de felicidad personal, seguimos obsesionado con aumentar nuestra riqueza material. Como Nasrudín, buscamos la llave de nuestra felicidad allí donde no está.
Debido a este error de bulto, o de percepción como se dice en el Zen, nuestra vida se vuelve más y más complicada y confusa, hasta el punto de que olvidamos cuál es el Norte de nuestros esfuerzos: se supone que todo lo que hacemos tiene como finalidad el gozar de una felicidad cada vez más auténtica y real y, sin embargo, el mecanismo complicado que seguimos para ellos nos aleja cada vez más de lo que perseguimos. Porque en esta vida todo tiene un precio, aunque muchas veces este precio no pueda ser valorado en términos monetarios o económicos.
Es hora de que reconozcamos que nuestra felicidad interna no depende de la cantidad de bienes que seamos capaces de producir y de consumir, ni de nuestro nivel de vida, ni del reconocimiento social que consigamos. Es hora de que volvamos a la realidad: el estado de felicidad tiene como principal agente a nuestra propia mente, a nuestra propia percepción.
Es nuestra propia mente la que genera felicidad o infelicidad dependiendo de ciertas leyes exactas que rigen su funcionamiento.
Es nuestra propia mente la que genera felicidad o infelicidad dependiendo de ciertas leyes exactas que rigen su funcionamiento.
La ecuación fundamental planteada por el Buda Sakiamuni es muy simple: una mente impura genera un mundo impuro; una mente pura genera un mundo puro.
Por mente impura podríamos entender una mente cargada de odio, de cólera, de envidia, de agresividad, de ambición, de desconfianza, de celos. En resumidas cuentas, una mente impura es básicamente aquella que basa toda su cosmovisión en las ilusorias ideas del yo y lo mío.
Por el contrario, una mente pura es aquella imbuida de solidaridad, de respeto hacia los demás, de bondad, de confianza, de alegría por el bien de los demás, de amistad, de compasión, de claridad. En resumidas cuentas, una mente que percibe claramente que ningún ser puede existir individualmente, por sí mismo, separado de todos los demás seres, sino que todas las existencias estamos íntimamente interconectadas en una unidad total. Una mente pura es aquella que reconoce las leyes que rigen esta interacción fundamental y que vive en el respeto a ellas. La llave de la felicidad de los pueblos se haya en la mente de todos y cada uno de los individuos que los forman. Aquí es donde tenemos que buscarla. El responsable último de nuestro estado de infelicidad actual no es el gobierno de la nación, ni nuestro cónyuge, ni nuestros hijos, padres, hermanos, novios. No es nuestro patrón ni nuestros empleados. No es la coyuntura económica ni la sequía ni las lluvias torrenciales. No es Dios ni Alá ni Buda. Es nuestra propia mente. He aquí el lugar donde hemos de buscar la causa del mundo que percibimos, sea cuál sea. Es nuestra mente la que genera el mundo en el que vivimos. Y lo hace utilizando los materiales de los que dispone: si siente envidia, odio, agresividad y ambición genera un mundo dominado por la envidia, el odio, la agresividad y la ambición; si siente generosidad, confianza, solidaridad y compasión genera un mundo repleto de generosidad, de confianza, de solidaridad y de compasión. He aquí pues que somos nosotros los únicos responsables de lo que percibimos y de cómo lo percibimos.
Por mente impura podríamos entender una mente cargada de odio, de cólera, de envidia, de agresividad, de ambición, de desconfianza, de celos. En resumidas cuentas, una mente impura es básicamente aquella que basa toda su cosmovisión en las ilusorias ideas del yo y lo mío.
Por el contrario, una mente pura es aquella imbuida de solidaridad, de respeto hacia los demás, de bondad, de confianza, de alegría por el bien de los demás, de amistad, de compasión, de claridad. En resumidas cuentas, una mente que percibe claramente que ningún ser puede existir individualmente, por sí mismo, separado de todos los demás seres, sino que todas las existencias estamos íntimamente interconectadas en una unidad total. Una mente pura es aquella que reconoce las leyes que rigen esta interacción fundamental y que vive en el respeto a ellas. La llave de la felicidad de los pueblos se haya en la mente de todos y cada uno de los individuos que los forman. Aquí es donde tenemos que buscarla. El responsable último de nuestro estado de infelicidad actual no es el gobierno de la nación, ni nuestro cónyuge, ni nuestros hijos, padres, hermanos, novios. No es nuestro patrón ni nuestros empleados. No es la coyuntura económica ni la sequía ni las lluvias torrenciales. No es Dios ni Alá ni Buda. Es nuestra propia mente. He aquí el lugar donde hemos de buscar la causa del mundo que percibimos, sea cuál sea. Es nuestra mente la que genera el mundo en el que vivimos. Y lo hace utilizando los materiales de los que dispone: si siente envidia, odio, agresividad y ambición genera un mundo dominado por la envidia, el odio, la agresividad y la ambición; si siente generosidad, confianza, solidaridad y compasión genera un mundo repleto de generosidad, de confianza, de solidaridad y de compasión. He aquí pues que somos nosotros los únicos responsables de lo que percibimos y de cómo lo percibimos.
La llave de la felicidad se encuentra en nuestra propia mente y la responsabilidad de encontrarla es exclusivamente nuestra. En pocas palabras, esta es la esencia de la enseñanza de los maestros Zen, cuyo origen se remonta a la experiencia y al conocimiento alcanzado por el Buda Sakiamuni, hace más de dos mil quinientos años y que ha sido transmitido de generación a generación, como una antorcha cuya luz y conocimiento han sido protegidos y transmitidos celosamente hasta nuestra época. Esta enseñanza no es una teoría filosófica basada en la especulación sino el fruto de una real y profunda experiencia reactualizada generación tras generación por los maestros de la transmisión y por miles de personas que tanto en Asia como en Europa y América han puesto y siguen poniendo en práctica el principio fundamental según el cual es la propia mente la que genera el mundo que cada uno de nosotros percibe.
Así como las imágenes y las situaciones que vemos en una pantalla de cine no son más que una proyección de los fotogramas que desfilan a toda velocidad por delante del foco de luz del proyector, de la misma forma las imágenes y situaciones que vivimos en nuestra vida cotidiana no son más que una proyección sobre la blanca pantalla del mundo de los contenidos de nuestra propia mente. Si la película que estamos viviendo no nos aporta felicidad verdadera y paz interior, la solución es muy simple: cambiemos de rollo. Cambiemos el rollo que continuamente estamos pasando por nuestra mente, es decir, purifiquemos nuestra mente de todo contenido indeseable. Para poder cambiar de rollo necesitamos alguna cualificación, algunos conocimientos técnicos, de la misma forma que los necesitan los proyectistas de cine. Necesitamos conocer cómo funciona nuestra mente. El Buda Sakiamuni puso a disposición de la Humanidad una técnica espiritual muy valiosa para acceder al conocimiento de la propia mente. Esta técnica espiritual es la meditación zen, llamada zazen.
La práctica de zazen es muy simple y carente de artificios especulativos: se trata de sentarse y sentirse. Sentarse significa parar, al menos por unos minutos, la diabólica carrera de obstáculos en la que hemos convertido nuestra vida. Sentirse significa ser íntimo consigo mismo. Zazen es así de simple. Sin embargo, su simplicidad va acompañada de una gran profundidad.
Dado el alto
grado de sofisticación de nuestras sociedades actuales, hemos perdido
el sentido de la sencillez, de lo íntimo y de lo evidente.
Creemos ilusoriamente que la felicidad es algo muy difícil de conseguir
y que para conseguirla debemos hacer todo tipo de cosas complicadas. O
creemos que el progreso tecnológico, con toda su vasta complejidad, es
lo que va a conducirnos en el futuro siempre en el futuro a un cierto
estado de felicidad. O lo que es peor, caemos en el nihilismo y
pensamos que nunca podremos acceder a la paz interior y al verdadero
bienestar. Sin embargo, el estado de felicidad, la paz interna, está muy cerca de nosotros: es la sustancia misma de nuestra mente.
Basta con que nos permitamos pararnos, hacer una pausa en nuestro largo
y doloroso éxodo y, poco a poco, con paciencia y perseverancia,
dejarnos reposar en el fondo estable y pacífico de nuestra propia mente.
Las páginas de este libro son una llamada de atención. Recogen las palabras que han ido surgiendo durante los últimos años desde el fondo silencioso de la meditación. Ahora que estas palabras han sido impresas y publicadas, mi ruego es que las recibas desde donde han sido pronunciadas, de corazón a corazón.
¡Puedan estas palabras ser semillas de felicidad para muchos seres vivientes!
Esta es mi plegaria en este dulce día de otoño en el que una lluvia suave cae como una bendición sobre las montañas del templo Luz Serena.
Las páginas de este libro son una llamada de atención. Recogen las palabras que han ido surgiendo durante los últimos años desde el fondo silencioso de la meditación. Ahora que estas palabras han sido impresas y publicadas, mi ruego es que las recibas desde donde han sido pronunciadas, de corazón a corazón.
¡Puedan estas palabras ser semillas de felicidad para muchos seres vivientes!
Esta es mi plegaria en este dulce día de otoño en el que una lluvia suave cae como una bendición sobre las montañas del templo Luz Serena.
Del libro Vida simple, corazón profundo.
de Dokushô Villalba
Ediciones Miraguano, Madrid.
de Dokushô Villalba
Ediciones Miraguano, Madrid.
Que todos los seres sean felices.
ResponderEliminarUn abrazo.
Maravilloso texto, gracias amigo
ResponderEliminarpurifiquemos nuestra mente de todo contenido indeseable.
meditación, perseverancia, lo demás lo has dicho perfectamente, espero poder hacerme con este librito, de "vida simple....
Gracias una vez más , feliz noche